Dentro del propio entusiasmo
me iba encontrando huecos,
y los perforaba en el nombre del padre
la novia
y de todas sus amigas.

Y si el sentimiento se infectaba
no hacía más que cerrar la puerta,
en la que decía “son los de enfrente”
para que cuando lleguen, tarde
lo lean los de la ambulancia.

Después, casi y como de pronto
crecí de espaldas a mi sombra,

ella entera y más larga
por todas las glorias que nunca diría,

mientras yo, más breve pero más grande
por cada rotura que nunca mencioné.

Hasta que me cupo hablar

del pan mojado en la garganta de los gorriones,
de cuán liviano es el bolso lleno
en las manos rugosas de la anciana,
del pánico del niño cuando su madre lo traiciona,
y de cómo toda cicatriz antes que escudo
quiere seguir siendo una salida.

Entonces me quedé
un par de ciclos más,
aguardando que el eco
le devuelva a mis talones las alas que obtuve.