A veces no queda más que descender
hasta lo tangible y lo cotidiano,
hasta el rostro curtido del que no tiene miedo
y sin embargo pide monedas en una esquina,
o hasta el espejo, chiquito, cuadrado
que en la madrugada nos devuelve
el rostro del hambre, del agobio y de la fuerza.

Veces en las que hasta las sábanas reclaman
con su manera de haber venido viviendo tan ordenadas
la presencia de alguien más tras un día y una noche
de no andar con nadie y por ello con todos.

Empujan, entonces
hacia abajo las emociones táctiles,
el picaporte, la tapa del libro y el botón de Ciro,
como si en verdad fuera cierto
que siendo todo originado de la misma materia
quisiese y pretendiese volver al seno del que partió.

Uno, yo
se defiende como los notables:
sin armas,

y el oleaje arrasa buscando inundar los ojos,
disparando como red de contención rabia
o todo un pasado pisando improbabilidades,
reconociendo lo que nadie conoce
o admitiendo que a pesar de todo
la soledad no es más que un manto.

Yo, uno
y así,
me vuelvo a destrozar unos minutos más,
apostando por la forma y por el fondo
entusiasmadamente, sin creerlo demasiado,
como sabiendo que podría destruirme
por intentar tan sólo una locura,
pero lo hago
porque antes que sincero
me soy fiel.