Podría comenzar este discurso
fingiéndome a la par de mucha gente,
por ejemplo diciendo "uno camina
por amor sobre fuego y sobre nieve",
o arrancar con el clásico de "somos
pocos los que creemos que se puede
traer hasta la tierra el rostro anciano
de ese dios celestial que nunca hiende
sus colmillos de paz en este mundo
que hace la guerra santa con la plebe".

Pero yo me prefiero desde el cerca
que dice que ya nada se consigue
con hablar de lo burdo o de lo alto,
dejándome saber por quien escribe
la tensión del suicida vanidoso
la náusea que palpita el que maldice
el andar presuroso del inútil
y ese callar que impone quien no pide.

Me vuelco al resultado de las noches
y al eterno proceso de los días
si a ambos muy por encima de las horas
algo más que colores les habita,
el deseo y su modo de expresarse
sin darle un apellido a quien conciba
lograr medir lo intenso de lo escaso,
la fina lucidez de toda pica
destrozando lo vano del absurdo,
los gestos palpitantes de la huida
cuando quedarse más sería un daño,
y ese firme forzar de los aurigas
hacia el lleno que nunca conocieron
y por el que pelean como hormigas.

Me sienta más el lejos, el que acerca,
que convida y separa en varias mesas
a todo lo posible sin reclamos,
integrando sin luchas cada prueba
que me toca vivir tras mil espejos
por decidir no ser de nadie mueca.