Claro que sé cómo viven sus horas
acurrucados al borde asqueroso
de siempre iguales palabras carentes
de la soltura brutal de los orcos
diciendo idénticos verbos tranquilos
como si nada en verdad fuese tosco
y desprovisto de gracia y belleza,
como si en cada gritar con los ojos
tan solo habite el bostezo de un dios
defenestrado del cielo por loco.
Y también sé que me juzgan de imbécil
por transgredir esas reglas que, tontos,
pretenden son las maneras cabales
de conseguir la alegría del cosmos
desde una tierra cansada de idiotas
lamiendo botas y culos al modo
del que no aspira a llegar a lo alto
de la tormenta que late sin fondo
todo el cariño de luces celestes
lloviendo nombres por sobre los rojos.
Es más sencillo que así me suceda,
pues si permito que miren mis pozos
y cada trazo que doy por las sombras,
me llevarían a juicio, al hoyo,
para que escupa mis mil infortunios
que diseñé por sentir como un bobo
lo que no siente por dentro un humano,
la rabia inútil tras verse entre monos
que solo anhelan un poco de paz
sin animarse a cargarla en los lomos.