En sus ojos
vacíos de toda inocencia,
junto con lo inhóspito de lo fugaz
crepitaba lo inconcebible de lo eterno.

En su pelo desordenado
portaba un vagón de cruces,
el sonido de los antiguos
como la imagen de la íntima luz
que palpita en el seno de toda sombra.

De su boca, apta para las piedras
son posibles la frescura de la lava
el dolor que da nombre a naciones
y esa felpa llena de filos
en la que sólo viven los suicidas.

Humano
escandalosamente fractal,
acomoda el modo de sus sueños
a la posibilidad de nuestros nombres;
con la prepotente orfebrería
del físico sopesando la densidad del vacío
en silencio es que nos dice
de qué color son los instantes
previos al acto del arrojo.

Y fiel a su manera
como el mar a su orilla
se hace esencia en su viajar
desde unos dedos hasta una mirada,
como si no le bastase
ni siquiera permanecer
en el parpadeo de lo infinito.