Antes, cuando el antes era posible
sentía la posibilidad de que podía salir bien
o de que podía terminar anestesiado,
me valía el odio, como la belleza
porque al final de la calle (“que parecía tan abierta”)
siempre se presentaría, con su puto traje gris
el mismo angelito vestido de decepción.

101 veces me dijeron que me resigne
y 102 veces me elasticé hasta niveles anormales,
atravesé mi pecho con el mentón hasta congelar el infierno
y con la cabeza perforé mis pulmones hasta que el cielo se llenó de sangre,
pero no fue suficiente
para ninguno de los dos bandos
seguíamos en pie,
ellos llorando y yo sudando.

Borré mis letras, las eliminé
quemé mis libros, poemas viejos y recién nacidos,
lo mandé al carajo,
y 216 veces lo volví a intentar.

Muchas veces he sido las cenizas
de las que se arrepiente un Fénix ridículo,
la nariz demasiado larga de un poeta finalmente fácil,
y hasta las piernas extremadamente cortas
de un delantero con el que no se sabe qué hacer,
si la duda mordió en mi cerebro
yo la dejé embarazada en la puerta de la casa de su madre,
y si algún profesor me corrigió mi puta conducta
con una sola frase le vacié su vida.

¿Lástima versus orgullo?

Pues no, se trata de otras variables,
es lo que te pide el cuerpo
el corazón
y el universo que desconoces pero intuyes,

se trata de quebrarte centenas de veces
hasta que todos los callos se hagan uno
uno