Refugiarse de todos, solo, en uno,
en ese que palpita turbiamente
el principio de Dios y su destino,
desde el primer rugido liberado
al sumar impotencias y perfidias
junto con luminosas explosiones
tras la dura derrota de los doctos.
Dejar atrás tejados rotos, sucios
y el polvo de las calles bajo un cielo
sonriente de dolor y de vacío,
las canchas donde el tedio desganado
nutre con descarada altanería
la cruenta dualidad de los idiotas
empujados a un ocio sin final
mientras sienten que nada dura tanto
como una tarde infecta de victoria.
Con el torso desnudo entre murallas
empujar el presente hasta el pretérito
con pétrea fortaleza y sin pudor,
por quebrar con orgullo vanidoso
el puente que sujeta las acciones
al ajeno deseo de conquistas
allí donde no cabe sino sed
por despertenecer a lo gregario.
Y vivir estas cosas de cerca
palpando a los opuestos con los ojos
como palpa la izquierda a su contraria
en el mismo momento en que sin dudas
se saben una parte del sentido
que quiere gobernar aprisionando
el último bastión de lo honorable,
la prescindencia recia e incompartible
que sostienen los solos con sus manos