No me sabía morir de golpe no, así que me diluía en palabras que nunca encontraron el papel en blanco ni la oreja paciente.
Creí que diciendo la gente se entendía, que abrir la mano era dar y que cerrar los ojos, entregarse.
Y así me fue.
Tengo dos tigres en mi pecho y ninguno tiene nombre, un millón de libros en mis ojos y nadie a quién mirar, como si al final del saber no exista el saborear ningún acto fugitivo.