Nadie me obliga a brillar allí donde los tuertos tiemblan con sólo escuchar el leve estruendo que generan los leños al entregarse a las llamas,
nadie me obliga a buscar abrigo debajo de las sábanas cuando la depresión con la imagen de tantos bípedos obedeciendo a tarados me destroza las ganas de pasarla bien.
Por eso nadie me puede cuando siento lo que imagino por encima de los cafés de manual y aquello de hacer el amor a escondidas,
por eso ni el orgullo ni lo vanidoso de mi bruta manera de despertenecer a la maravilla del sufrimiento común me pueden el beso que guardo en los bolsillos.
Músculos y sangre, soy el hijo no deseado de Dios y el consentido de su madre, la ventaja de la soledad hecha carne que palpita por saberse a un costado de la historia, un aliento que desprecia suavemente a lo que no merece sentir el daño de mis fauces.