Amaneció temprano
el día en que quemamos nuestras naves,
subieron las mareas en la hora
en la que mantuvimos la certeza
de que le lograríamos al tiempo
sumisión absoluta,
y nunca llegó tarde la extrema sensación
que desde las sandalias nos fue ganando el rostro
a cada paso andado entre luces y sombras.

No fue nunca indecente la palabra
no, tan solo nosotros fuimos quienes volcaron
nuestra indecencia pura
sobre cada vocablo hecho de hielo
o de fuegos hirientes.

Habiendo vomitado el odio y el desprecio
habiendo lastimado con exacta ternura
no dejamos de ser camino que se aleja,
como también ermita que late su calor
en el pecho curtido de los solos.

Desde aquí, eternamente
donde sólo dos polos no podrían bastar
para decir lo hondo y profundo y abierto,
dibujamos los trazos
- que acercan a lo inhóspito del acto desprendido
con que enseñamos, simples, cómo agotar la espera,
el modo más sencillo de triunfar sobre el viento -,
construyendo sin prisas
doscientas diez y siete consecuencias
de nuestras tierras altas.