Se trata
de mantener los labios cerrados
sin firmeza ni decisión aparentes,
tan sólo con el cariño vuelto rabia
en un gesto de distancia infinita,

de desestimar miles de combinaciones
por aferrarse a no tener la clave,
por un instinto de hijo pródigo
que siempre llega cuando el padre no está,

de escribir en lo adentro del muro
lo que no se podrá leer
a menos que se derribe la estatura
erigida con una de soledad y otra de abismo,

de ensordecer a las sirenas
con ese toque de mentira
que disimula la realidad
astillada en el atrás de los ojos,

de sostener con lo pacífico
y lo urbano de una cena
el corazón vacío de pájaros,
incluso las manos, que de tanto frío ya no hablan,

de hacerse un tajo en el decir
para que nadie reciba ese pedacito
que sabe a destrozo y a herida
que no se cura con aquello de querer.

De la primera vez en que ya por siempre
el de enfrente con sencillez ignora
cuánto le cuesta al golpe intentar ser oleaje
y cómo enmudece de dolor aprendido
el cuello que rechazó a la multitud
por una migaja de afecto incondicional

de eso
se trata.