Ningún curso en especial
ni ángeles bajando con una antorcha
ni demonios subiendo por una escalera rota
no,

sí la calle cerrada, prohibida
y ganada sin ayuda,
desde el frío y con los golpes
entre ladridos, drogas y todas tus hermanas
hablando eso que entendía y que no podía soportar.

La sencillez de la desesperación,
cuando el deseo anida crece y se expande
desde el límite demarcado por los otros
o por quien porta el estuche que encaja con el tuyo,
termina acribillándote las manos

y no te queda otra que destrozar payasos,
extirpar con los dientes la garganta mezquina
que canta la bienaventuranza del hipócrita,
la justicia que defiende el que no porta cicatrices,

incendiando los cimientos del castillo emocional
hasta que a los cerdos no les quede más que aprender a volar.

Esa es y fue mi estimulación temprana.

Demasiadas biblias justo a tiempo,
un exceso de mujeres y botellas
acompañando las millones de músicas
que afelparon con alambres de púas
los otros libros que dije y me dijeron,

para que me mires
como se mira a un perro mojado por la lluvia
que mira tu bolsa con hambre
y que no sabe ni pedir, ni mover la cola

porque lo que le dieron
al principio de sus días aun siendo mucho
comparado a lo que busca no fue suficiente.