Un par de metros, o un par de años más
un par de hijos, o un par de libros menos
no suelen ser suficientes para decir lo siento,
ni para conquistar la cumbre en la que vivimos
cuando ignoramos al dios que llevamos bajo la piel.

Se dice humildad, pero buscamos respeto y poder,
saturamos nuestros molares hablando de amor
pero en realidad sólo disfrazamos nuestra pereza,
nos resulta sencillo diagnosticar todo tipo de errores
más lo que hacemos por lograr lo perfecto es nada.

Establecemos un orden, rígido o flexible
y no podemos concebir uno mucho más superior
que contenga en su expresión una suma de frecuencias,
conservamos la derecha, cedemos el paso
pero jamás atropellamos a la muerte con la risa.

Celebramos lo original, pero lo repetimos todo
y a todo creador le hacemos pagar lo generado,
mandamos a nuestros hijos al frente
y por teléfono y a botón decidimos cómo se destrozarán,
habiéndolos antes enseñado a leer
nos cuidamos de decidir de qué libro no beberán nunca.

Y, sin embargo
de golpe se nos cayeron los esquemas,
nos olvidamos que lo eterno palpita
en cada uno de los soñadores,
que despreciar a nuestros juguetes
no les resta su poderío dimensional,
que desde la forma, cualquiera sea
si existe aliento existe lo inacabable.

Nos destrozaron,
más allá de toda sintaxis,
y nos midieron
como se mide un cadáver
para ver dónde cabrá mejor.