Miento cuando digo
que desconozco la profunda intimidad
desde las que brotan y toman forma
todos y cada uno de tus gestos,

el miedo y el rechazo
hacia quien rechaza el miedo,
la versátil inocencia
con la que te defiendes de lo que sé,
y el horrible disimular lo inescondible
cuando me vez atropellar tus sombras,
por ejemplo.

En mi mentira, supongo que lo sabes,
hay mucho de pedirte perdón
como de regalarme disculpas,
y no desde el lamento del que yerra
sino del que vive muy por dentro
en el afuera del contexto normal
un andar de almacén y monasterio,
esta especie de conocer que no saben lo que hacen
aunque dominan las consecuencias de los actos.

Imagino que a la seguridad
de que mi discurso y sintaxis
habrá de provocarme más y más ostracismo,
le complementa la duda mordaz
de si existirá un alguien capaz de hacerse
con el desvarío de mis divagues
y completar el puente que diseñó en la infancia,

que a diferencia de mí
te pierdes el hacer sangrar el pus
hasta llegar a lo limpio de los huecos.

Y siento lo terrible
de no girar en torno a lo profundo,
por orbitar en lo sencillo
de mis manos arañando el rostro de dios
y no tus pechos de puta y santa,

como si ni tú ni yo fuésemos razón
capaz de sobrepasar los cuencos del vacío.